Traducido por Keren Venegas.
Algo de lo que más molesta al estar manejando en cualquier ciudad metropolitana mexicana es el conjunto de vendedores ambulantes, “acróbatas” y limpiadores de automóviles que te acorralan en los semáforos. Odio estos “servicios” de venta agresiva, no sólo porque ensucian mi carro, sino por lo que simbolizan. Yo tengo amor, entendimiento y cambio de sobra para dar a los mendigos, mismos que prefiero sobre este tipo de gente. La relación de un migrante guatemalteco que quiere dos pesos es directa y abierta: ambos no están encubiertos en el pretexto de un “servicio”, y por ello no están ocultando ningún problema. Lo que es repulsivo en nuestro compromiso diario con los vendedores ambulantes no deseados, los que te entregan el ticket, el papel higiénico, y los “viene viene” es que todo esto es en realidad parte de un baile ritualista que ideológicamente obscurece los problemas más profundos en la sociedad.
Lo que es ofensivo en nuestra interacción con estos semi-servicios es que son fundamentalmente estúpidos, en su núcleo son más simbólicos que prácticos. Los siguientes tres ejemplos sirven para probar la inutilidad de este tipo de actividades:
- Los limpiadores de carros no solicitados: sin agua limpia hacen de tu carro uno sucio en lugar de uno limpio. De todos modos, aunque lo pudieran limpiar, no hay tiempo suficiente para lograr esto mientras las luces del semáforo cambian.
- La gente que te entrega toallas de papel en los baños: tomar el papel de ellos ahorra poco comparado con el movimiento de tomarlo por tí mismo, y agarrar dinero instantáneamente desanitiza tus manos. El no pagarles reduce esto a una absurda celebración de desigualdad.
- Los “viene viene” que ofrecen lugares para estacionarse: este servicio parece útil a primera vista; el que te ofrezcan una guía al estacionarte y un lugar para hacerlo cuando parece que hay pocos disponibles. Sin embargo, esto sólo puede apreciarse si olvidamos que en primer lugar, privatizan ilegalmente el espacio público, y luego nos lo “ofrecen” de nuevo.
Entonces, ¿por qué nos involucramos en estos rituales vacíos? La respuesta sólo puede ser simbólica: para algunos de nosotros, el disfrutar de una acción de otra persona que realiza cosas inútiles para nosotros. Para ellos, sirve para difundir la idea de que hacen un trabajo y así, parecer merecedores a nuestros ojos. Al promulgar ese “al menos están trabajando”, los pobres fuertemente estigmatizados pueden esperar parecer merecedores de nuestra ayuda caritativa. Para el donante, crea la ilusión de que en realidad no están pidiendo y la pobreza absoluta es menor de lo que parece. Para el “trabajador”, uno podría argumentar que esto le da cierta dignidad sobre la mendicidad directa, sin contar el tener que enfrentar reacciones negativas por no sólo ofrecer, pero realizar servicios no solicitados (lavar tu coche sin autorización). Pero, ¿Qué tan menos digno es con respecto al trabajo normal? O, ¿Qué idea tan loca, el disfrutar de los derechos sociales?
Antes de llegar a más conclusiones, el hecho de que atribuimos valor moral a la promulgación de trabajo en sí mismo, independientemente del contenido, nos invita a cuestionar qué es el trabajo. En el sentido más amplio pero analíticamente menos útil, el “trabajo” puede referirse a cualquier actividad útil que requiera esfuerzo (“trabajar en el jardín” o “hacer ejercicio”). Una lectura social más estrecha diría que el trabajo se refiere a actividades que requieren esfuerzo y son útiles para la comunidad en general; incluye actividades no remuneradas como el cuidado de los demás, así como las remuneradas: la fabricación de la cerveza. Con la introducción del dinero y el capitalismo posteriormente, creamos una tercera posición de “tener un trabajo”, que se refiere a las actividades que se intercambian regularmente por dinero. Dos observaciones de esto: en primer lugar, tener un trabajo a menudo disfraza el que en realidad no estamos trabajando en un sentido socialmente útil. En segundo lugar, que los servicios no solicitados, descritos anteriormente, no son útiles ni son un trabajo real. Exploraré ambas conclusiones por separado.
El tener un trabajo, especialmente un trabajo formal (que la mayoría de los mexicanos no tienen), está en el centro del torbellino que causan las expectativas morales de la sociedad. Sin embargo, esto oscurece que el verdadero valor ético del trabajo debe relacionarse con su contenido. Hay situaciones en las que hacer (o promulgar) no produce ningún beneficio social, por el contrario. Valorando que un torturador tiene un trabajo, oculta el hecho de que sería éticamente mejor si no trabajara. Podríamos elogiar al intermediario en Wall Street que se jacta de trabajar 12 horas al día; incluso si su trabajo podría desencadenar la próxima crisis financiera. ¿Qué hay de la persona en los laboratorios de una compañía de comida rápida que está “trabajando duro” en la sustitución de los nutrientes en ese panecillo con alguna sustancia más barata pero más insalubre? O su amiga que está dirigiendo la próxima creación de inteligencia artificial que reemplazará tanto a sus colegas como a la interacción humana en la venta de esta comida rápida. Prefiero que estas personas se queden en casa en lugar de enmascarar su comportamiento destructivo detrás del éxito formal. O en el caso de los jueces que permiten y promueven la corrupción y la injusticia, o los maestros que no enseñan, que se quiten la máscara.
Por otra parte, en una investigación que hicimos sobre las actitudes de los mexicanos de clase alta hacia la pobreza, descubrimos que a los que están hasta arriba les gusta ver a los pobres trabajar o al menos señalar la disposición de ellos para hacerlo. Pero esto resulta en que nosotros valoramos el desempeño de la productividad de los miembros más pobres de la sociedad, aunque sustancialmente no hacen nada útil. Esto enmascara tanto el desempleo como la anomalía de México que todavía no tiene una red de seguridad social moderna. Los que no pueden trabajar deben ser capaces de reclamar sus derechos humanos de apoyo, así como los de esfuerzos para ayudarles a encontrar trabajo. ¿Por qué seguimos engañándonos a nosotros mismos al decir que es preferible que la gente baile para nosotros en los semáforos a que el gobierno les ayude financieramente o buscándoles un trabajo real? El resto de la sociedad les paga en ambos escenarios1. Debemos tener en cuenta que mientras reclaman lugares de estacionamiento, no están cuidando de sus familiares, mejorando su casa, leyendo, mejorando sus habilidades, buscando un trabajo real, etc. Todo lo que tenemos que hacer es meternos en la cabeza la idea de que es más útil no simular el trabajo.
El nuevo gobierno anunció dos pasos en la dirección correcta: uno, el apoyo a los ingresos de las personas con discapacidad, que con suerte les permite dejar de mendigar. Dos, el plan para proporcionar apoyo de ingresos, capacitación o empleo a los jóvenes. Lo que aún nos falta es a) un plan de seguro de desempleo adecuado, moderno y contributivo; b) una política del mercado laboral que realmente guíe a las personas; c) la creación de empleos sociales directos para aquellos que no pueden encontrar trabajo en el mercado laboral. ght Accent