Estás siendo monitoreado en este mismo instante, y como si estuvieras conectado por una transfusión de sangre invisible, estás constantemente dando poder a los ya poderosos. Este ensayo analiza los principales problemas que vienen con la toma hostil de la sociedad por parte de las Big Tech, y afirma que sólo una contundente acción colectiva puede hacerle frente
Una de las consecuencias poco discutidas de la pandemia del COVID-19, es la consolidación de la posición dominante de las Big Tech en nuestro mundo globalizado. Sólo hay que mirar la bolsa de valores para darse cuenta de que estamos en la era dorada para los megaconglomerados (Google, Facebook, Amazon, etc.) que controlan nuestra vida digital. Cambios que de otra manera llevaría años completar, ya sea en lo que respecta a la subcontratación de inteligencia artificial o la adopción de ciertas plataformas digitales, ahora se apresuran de la noche a la mañana. Mientras que el PIB mundial disminuye, los gobiernos de todo el mundo se pelean por los recursos, y millones (pronto miles de millones) se vuelven vulnerables; la clase multimillonaria aumenta su ventaja y se anota una victoria decisiva sobre las pequeñas empresas y las empresas locales. Éstas últimas se desvanecen o se ven obligadas a aceptar el patrocinio de empresas como Amazon para sobrevivir. En este escrito, me centraré en primer lugar en dos preocupaciones principales: la erradicación de la privacidad a través de la minería de datos, y las relaciones laborales neofeudales en la economía digital. Después, argumentaré que sólo la acción colectiva puede y debe defendernos de esos peligros, lo que se ejemplificará con dos propuestas.
La primera cuestión se refiere a la privacidad y la extracción de datos. Para los que no lo sepan: prácticamente todos los dispositivos “inteligentes” que posees (o que están cerca) están constantemente recogiendo datos sobre ti, ya sea a través de su funcionamiento por default o de las aplicaciones que tienes instaladas. Esto no se limita a tu teléfono (que literalmente te “escucha”), tu laptop, sino también a cualquier sistema inteligente de casa que utiliza reconocimiento de voz y – si le das permiso – incluso dispositivos inesperados como impresoras y consolas de videojuegos rastrean tus datos. Estos datos, por ejemplo los de tu ubicación, son consecuentemente procesados por esas aplicaciones, y/o vendidos a terceros. Esto suele ir más allá de la información que proporcionas explícitamente (como los palabras de búsqueda en un motor de búsqueda), ya que las aplicaciones registran datos fuera de sus funciones básicas; por ejemplo, Facebook rastrea lo que haces en otros sitios web abiertos al mismo tiempo.
¿Y luego? ¿No tienes nada que ocultar? Antes de entrar en la discusión del porqué, hay que señalar que la violación de tu privacidad por sí misma y sin importar las consecuencias sigue siendo una violación de la privacidad. En el mundo real, tal cosa sólo puede hacerse si sirve a un claro interés social, como resolver un asesinato o atrapar a los evasores de impuestos. No se necesita de un argumento para sentirse perturbado ante estas violaciones. Pero ya que me dedico a discutir, repasemos una pequeña parte de las razones por las que podría importarte.
En primer lugar, puede haber cosas que sí quieras ocultar. No estoy hablando del hecho de que veas porno, sino también, por ejemplo, información médica o financiera. Hay algo fundamentalmente incómodo en recibir anuncios sobre ayuda psicológica después de hablar con tu hermano sobre su depresión. También puede que te enfrentes a cosas que odies; por ejemplo, el mencionar que te asustan los tiburones puede atraer contenido relacionado con tu fobia.
Además, debemos ser conscientes de que estos datos son recopilados, y las compañías están reconstruyendo copias digitales de ti – y vendiéndolas. Esto les permite manipularte hasta un nivel sin precedentes, dado que tienen mejor memoria de ti que tú mismo. Mientras que a nivel individual esto podría no molestarte, si sumamos todos los millones de sugerencias de comportamiento consciente e inconsciente de toda una vida, esto invade tu autonomía, y la de tus hijos.
La mayoría de ustedes se pondrían histéricos si el Estado conociera el 5 % de los datos que tienen las Big Tech sobre ustedes. Como marxista, no padezco la falsa ilusión de que las empresas no se pondrían en mi contra, pero para aquellos que así lo creen, podría ser útil señalar que no hay una clara separación respecto a la política. No hablo solo del espionaje digital explícito de los organismos de inteligencia, sino también del uso de sus datos por los actores políticos que ocupan el Estado. El uso de los datos de Facebook por Cambridge Analytica para manipular las elecciones en Estados Unidos y México es un claro ejemplo. En el caso de algunas aplicaciones chinas o rusas, la línea entre la empresa y el Estado es muy delgada, como lo demuestra la reciente conmoción en torno al espionaje de TikTok.
Por último, el punto que personalmente me preocupa más es que todos estos datos se utilizan para entrenar a la inteligencia artificial. Cuando la I.A. de tu correo electrónico predice tus palabras, te está aconsejando tanto como la I.A. aprende de ti. Información como datos de localización, elecciones, respuestas, hábitos, etc. son alimentados a la máquina para que pueda predecir e imitarnos mejor. Ambos cumplen el objetivo final de reemplazar el trabajo humano por robots en todos los rincones de la economía, un problema social masivo sobre el que he escrito reiteradamente.
Es en esta economía donde surge nuestro segundo reto primordial: el súbito regreso de las relaciones económicas feudales. El feudalismo es un sistema económico medieval en el que los medios de producción (en esos tiempos la tierra) se arriendan a los productores a cambio de servicios y una parte del producto. Los “señores” feudales no producen nada por sí mismos, sino que se aprovechan del trabajo de sus súbditos. Muchas de las empresas de tecnología de punta de las últimas décadas tienen un modelo de negocios sorprendentemente similar. En algunos casos literalmente alquilan medios de producción, como la licencia de Microsoft Office, pero en muchos casos lo que alquilan es el acceso al mercado en sí. Servicios como Amazon, Uber y AirBnB permiten esencialmente que otros se conecten con los clientes a cambio de partes de los beneficios (y de los datos, por supuesto). En algunos casos, como el de Youtube, el dinero se hace a nuestras espaldas y se nos da una parte.
Desde un punto de vista teórico, esto plantea una pregunta interesante a la economía clásica sobre lo que sucede con el libre mercado si el propio mercado se privatiza. En términos prácticos, al menos dos grandes problemas se derivan de ello. Primero, al igual que en el Feudalismo auténtico, esto permite la concentración de la riqueza en manos de una clase no productiva. Los pequeños productores en esencia pagan impuestos a las Big Tech extranjeras además de (o en lugar de) al gobierno. Como varios comentaristas han señalado, la desigualdad crece en la medida en que este sector recoge la renta de la sociedad sin generar por sí mismo una actividad económica. Como si la explotación capitalista normal no fuera suficiente, ¡ahora tenemos nuestro valor exprimido por compañías para las que ni siquiera trabajamos!
La última observación constituye un problema en sí misma. Con el auge de la gig economy, una creciente cantidad de trabajadores se convierten en independientes. La última observación constituye un problema en sí misma. Con el auge de la “economía gigante”, una creciente cantidad de trabajadores se convierten en falsos freelancers. Esto es más claro en el caso de los conductores de Uber: mientras que para fines prácticos trabajan para Uber (Uber extrae su valor), legalmente no lo hacen y por lo tanto, no cotizan a fin de obtener derechos de seguridad social como acceso a los servicios de salud o a pensiones. Si bien esto es problemático en cualquier país, es particularmente doloroso en México, donde las empresas normales a menudo ni siquiera contratan a sus trabajadores. Esta falsa independencia afecta a la sociedad en la medida en que sirve para: a) crear vulnerabilidad; b) falsificar la competencia frente a las empresas normales; y c) evadir impuestos.
Entonces, ¿qué hemos de hacer? Empecemos por discutir la forma de esta resistencia. Se podría argumentar que deberíamos abordar este problema individualmente como consumidores o productores resistiendo a tales compañías. Aunque animo a cualquier lector a compartir sus alternativas personales, hay límites importantes en un enfoque tan individual. Para empezar, estos servicios suelen vendernos el acceso a otras personas (clientes o conocidos), por lo que no se puede decidir (con éxito) esto solo. Además, esa resistencia requiere un nivel muy alto de conocimientos tecnológicos y jurídicos, que podría ser poco realista esperar de la mayoría.
Esta desigualdad en la información también es explotada por el hecho de que las grandes empresas tecnológicas legalizan sus acciones a través de los Términos y Condiciones (un eufemismo para referirse a sus engaños) y las lagunas en la ley. Los usuarios normalmente necesitan aceptar todos estos términos a la vez, y no se les da el espacio para resistirse en el raro caso de que entiendan lo que está pasando. Para demostrar aún más el vacío de este enfoque legalista, esos términos y acuerdos suelen incluir renuncias a las demandas colectivas. Todo ello, por supuesto, bajo la premisa de que podemos confiar en que las grandes corporaciones sean honestas en primer lugar.
En lo que resta, argumentaré que la mejor manera de hacerles frente a estos desafíos es mediante la acción colectiva en forma de intervención estatal directa y asertiva. La necesidad de acción colectiva se deriva en parte de la relativa impotencia e ignorancia de los individuos, de forma similar a como las leyes me salvan de envenenarme al no poder entenderles a todos los productos químicos en una bolsa de comida procesada. Sin embargo, también proviene de la naturaleza del problema. Gran parte de lo que las Big Tech monetizan y vigilan son esencialmente bienes comunes (mercados, el Internet) o bien podrían ser bienes comunes impulsados por los usuarios o los productores (Youtube), y por tanto, invitan a la gobernanza colectiva. Esto se recalca por el hecho de que muchos de estos servicios están adquiriendo un carácter cuasi público en cuanto a su importancia para el funcionamiento de la sociedad, de manera muy parecida a como lo hacen la educación y el agua. Lo que necesitamos es tanto una regulación agresiva como una redistribución del contenido de estos bienes comunes. Ilustraré ambos aspectos con un ejemplo.
Respecto a la regulación, necesitaríamos una intervención mucho más agresiva y directa en los derechos de privacidad. Empezando por la prohibición total de grabar sonido, video o información de pantalla de los dispositivos inteligentes con fines comerciales. Ya es bastante problemático que las aplicaciones compilen y vendan la información que introducimos explícitamente, pero simplemente no hay ninguna razón convincente por la que deban espiarnos más allá de nuestra interacción directa con ellos. ¿O alguien quiere argumentar la ridícula defensa de que el capitalismo no puede funcionar sin la grabación secreta de los consumidores? Dado que las empresas bien podrían no hacer esto, no veo ninguna razón para limitar la vigilancia agresiva y la ejecución de tales demandas. Esta propuesta tendría un amplio apoyo popular, pero las regulaciones de este tipo parecen ser obstaculizadas, en el mejor de los casos, por la ignorancia tecnológica entre los políticos (típicamente más viejos), en el peor de los casos, por la influencia de las elites económicas.
En términos de redistribución, propongo que hay varios campos de las Big Tech que podrían ser fácilmente nacionalizados y/o reemplazados por alternativas públicas. Por ejemplo, Uber. Aunque fuese innovador en su momento, Uber en sí misma es una tecnología bastante simple: es una interfaz que empareja los datos del GPS con la interacción del cliente. Mientras que las tarifas son variables y oscuras, Uber se llevará entre el 25% y el 50% del monto pagado por el cliente. Mientras que este número exorbitante no es una “tasa de explotación” excepcional dentro del capitalismo normal, ¡debemos recordar que el conductor no trabaja realmente para Uber! En otras palabras, nuestra sociedad se está perdiendo de grandes cantidades de riqueza que se las lleva alguna corporación estadounidense. En lugar de recurrir al drama de nacionalizar Uber, propongo reemplazarlo con un sistema similar operado por los gobiernos locales de las ciudades. Dado que un argumento inicial (ahora obsoleto) para Uber era la seguridad, poner este servicio en manos de los gobiernos locales (por ejemplo, protección civil) puede perfectamente proveer un servicio similar. Todo el servicio podría ser financiado a través de una baja tasa fija, lo que permitiría a los conductores conservar la gran mayoría de sus ingresos.
Estos son sólo dos ejemplos. Sistemas como Wikipedia muestran que muchas más cosas podrían ser manejadas como bienes comunes (¡Te estoy viendo, Youtube!), ya sea directamente por los ciudadanos o a través de la intervención del Estado. Es hora de una audaz y decisiva acción de recaudación contra la toma neofeudal de las Big Tech. Una última cosa: dejemos de decir de una vez por todas cosas como “se está volviendo 1984“: esta realidad ya está aquí y supera con creces esta primitiva ciencia-ficción.
Traducido por Manuel Marínez